Mi casa

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© Héctor Garrido

viernes, 7 de agosto de 2015

EL GALLEGO

El Gallego vivía en un cuarto pequeño y oscuro, en el interior de este solar.  Este lugar está en Centro Habana, cerca de mi casa. El Gallego tenía ya 80 y pico de años cuando nos conocimos. Era un hombre apacible y sonriente. Me gustaba hablar con él porque trasmitía paz y sosiego. No era un tipo acelerao. Todo lo contrario. Yo fui a vivir en Centro Habana en 1986. A veces me sentaba un rato en un parquecito que había en Campanario y Malecón. Muchas veces El Gallego también estaba por allí, tranquilo, refrescando con la brisa del mar. Y, como todos los ancianos, me contaba historias de su vida. Había ido a Cuba muy jovencito y trabajó siempre de mensajero en la bodega de un tío, en la esquina de San Lázaro y Perseverancia. Así que pasó casi toda su vida en el mismo barrio. A lo largo de varios años me contó tantas historias que podría escribir una novela. Pero eso ya lo hizo Miguel Barnet en su novela Gallego. Y segundas partes nunca fueron buenas. 
Cuando lo conocí yo tenía 36 años y para mí lo más importante del mundo era el sexo. Sin dudas. Era lo más importante. Así que nunca pude comprenderlo cuando me  contó que su mujer -también de Galicia, eran del mismo pueblo los dos-  trabajaba de criada en una casa "de gente rica" en El Vedado. Tenía que estar siempre disponible y sólo le permitían salir los domingos de 4 a 9 de la tarde. Y yo:
-Gallego, pero no tenían tiempo para nada.
-Sí, como no. Nos sobraba.
-Pero quiero decir... el sexo.
-Ah, los cubanos siempre... hombre, el sexo son cinco minutos. Y ya, listo.
-Cómo que 5 minutos, ¿tú estás loco? ¡Horas y horas! ¿Tú terminabas en 5 minutos? No lo puedo creer.
-Es que ustedes son muy exageraos. Se pasan. Siempre se pasan.
Otro día señaló a la azotea donde vivo y me dijo:
-¿Tú vives allá arriba?
-Sí.
-Ahí vivió muchos años un americano de la embajada de Estados Unidos. Sólo comía jamón, aceitunas y whisky. No comía otra cosa.
-¿Por qué tú sabes eso?
-Porque yo era el mensajero de la bodega y todas las semanas le subía una caja con eso.
-Gallego, no seas bruto. Él comería en un restaurante. Y eso sería para brindarle a los amigos, a las visitas.
-No, no. ¿A quién se le ocurre comer todos los días en un restaurante? Vivía de  aceitunas y jamón, y a veces unas galleticas de soda. Era muy delgado.
Había que dejarlo porque era más obstinado que un mulo. Cuando decía algo no daba marcha atrás. No había manera de hacerlo cambiar de opinión. Pero sonreía siempre. Creo que no guardaba rencores y lo recuerdo siempre como un hombre apacible y tranquilo. Un día dejé de verlo en el parque. Fui al solar donde vivía, muy cerca del parquecito. Y los vecinos me dijeron que se había muerto de noche, durmiendo. Me quedé tranquilo. Era un hombre bueno y tuvo una muerte apacible.

1 comentario:

  1. Me encanto. (no se donde esta la tilde) esa mezcla de foto, humor y ternura

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