Mi casa

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© Héctor Garrido

lunes, 15 de diciembre de 2014

LA PEQUEÑA VÍBORA

Yo era un joven y desconocido escritor cubano. Apenas con 34 años, en 1984. Visitaba por primera vez Ciudad de México. Me habían invitado a una Bienal Internacional de Poesía Visual y Experimental. Aproveché para llamar al Maestro. Quería conocerlo. Un escritor excelente, muy conocido, al que -por un respeto elemental- llamaré X. Pues bien, X con toda la generosidad del mundo me invitó a comer en su casa. Una deferencia que agradecí. Me dio la dirección y me pidió que llegara sobre la una de la tarde para tener tiempo de charlar antes de comer. Llegué puntual. Llevaba algunos de mis cuentos para entregarle. Él, si le gustaban, podría publicarlos en una revista literaria con buena distribución en toda América Latina.
La casita era deliciosa. Pequeña, graciosa, crecía hacia arriba en tres pisos ya que el terreno era pequeño. Nos instalamos en su pequeño estudio y brindamos  sin ahorrar el tequila mientras hablamos de nuestros gustos y preferencias literarias. Él tiraba hacia Proust. Y yo hacia Kafka. Todo fluía muy bien. Había buena química entre nosotros, muy relajados, como si fuéramos viejos amigos. Entonces asomó por la puerta su esposa para invitarnos a pasar al comedor. Para mi asombro era una mujer de mi edad o más joven aún. El Maestro X tenía ya 70 y pico largos y bien machacados. Su esposa estaba vestida y maquillada un punto por encima de lo conveniente, para no decir que parecía una puta porque sería demasiado grosero. Juro que no la miré con codicia ni lujuria. Siempre he sabido contenerme y me pongo tapones en los oídos cuando las sirenas asoman en las escolleras. Pero algo sucedió. No sé. El Maestro cambió su actitud. Yo sentí cómo las vibraciones entre nosotros crujían y saltaban chispas. Me concentré en la comida. En elogiar. En mirar sólo hacia el  Maestro e ignorar a la buena señora. Era bonita, morena, pechugona, culona, con una boca gruesa, húmeda,  con una sonrisa leve y capciosa. ¿Un objeto sexual? Sí. Definitivamente. Un delicioso objeto sexual muy muy apetecible. Y nada más. Y el Maestro era, con todo su derecho, un viejo pervertido y vicioso enredado con la mujer equivocada.
Todo se precipitó en medio de tensión y silencio. La comida terminó rápidamente, cosa inusual en México donde se disfruta tanto con cada nuevo y sorprendente platillo. Según Carpentier las únicas cocinas del mundo que merecen conocerse son la china, la francesa, la española y la mexicana. Lo demás no cuenta. Pero yo me sentía tan fuera de lugar, tan atravesao donde no debía estar, y era tan visible el berrinche que sufría el Maestro, que en cuanto terminamos el café violé las normas más elementales de cortesía, y dije: "Bueno, creo que me retiro". El Maestro suspiró profundo: "Pues muy bien, sí".
Y me fui. Jamás supe de ellos. Ni se publicaron los cuentos, por supuesto. Años después me enteré que el Maestro había muerto.  Supongo que hasta el último minuto tuvo a su lado a aquella pequeña víbora. manzana de la discordia, que le hacía sufrir y sentirse como un viejo incapaz de satisfacerla a plenitud. Cada vez que recuerdo aquel episodio me prometo no ser nunca un viejo verde y ridículo. Sólo que no sé a qué edad uno comienza a acercarse a ese peligro. ¿Alguien sabe?

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